"Un hombre feliz no puede ser escritor porque no tiene tiempo".
Paul Theroux

martes, 29 de junio de 2010

La Guerra, el Amor y la Paz


No tenía un rostro de portada ni glamur de pasarela, pero su serenidad y gesto compasivo lograba realzar la modesta belleza que le había sido concedida. Terminaba de colgar sus guantes de jardinería en el cobertizo del patio, cuando su perro Prófugo le empujaba el talón con su nariz negra. Le devolvió el saludo con una caricia en la coronilla y camino junto al fiel amigo hasta la cocina de la casa. Con los pies descalzos, el césped bien cuidado de su jardín era delicioso.

Anabel Marian Pfeiffer saco de la alacena su plato amarillo, la taza azul, el tenedor de plata y la copa de coñac que por alguna rara costumbre usaba para tomar leche fría. Prófugo se recostó a los pies de la mesa, jadeando. Realmente era un día caluroso. Anabel termino de desayunar tu trozo de pastel de cumpleaños. Subió tarareando por las escaleras hasta su dormitorio. Vio, en la mesa de noche, las fotos de sus amigas de la secundaria, las fotos de sus primos, y las fotos de sus padres y su hermanita menor. Mientras se vestía para ir a la biblioteca y devolver las novelas que ya había terminado ese mes, se sintió repentinamente sumamente sola en medio de aquella casa grande, de amplios espacios y cómodas habitaciones. Siempre había preferido la calma de los suburbios en lugar del ajetreo de la ciudad, y a pesar de lo mucho que quería a su joven amigo Prófugo, la suya no era una edad para vivir sola y apartada del vibrante mundo. Probablemente fue en la escalera, camino a su automóvil, que a Anabel Marian Pfeiffer se le antojo muy monótona su soltería. Luego de una noche como la anterior, la de su cumpleaños llevado en soledad, comprendió que su timidez era un obstáculo terrible. Uno que iba a consumirla hasta el día de su muerte, uno que podría borrar de su placida mirada cualquier rastro de alegría. Se dio cuenta de golpe que aun, en esa ciudad, no había tenido un amorío nunca. Cuando se miro en el espejo del vestíbulo, hallándose completamente adorable con su falda de vuelos azul y su camisa de seda blanca, con su cabellera rubia platinada recogida en un elegante morro francés y sus sandalias de cuero negro, tan fresca y con las largas pestañas que desde niña la caracterizaban, decidió que su racha tendría que cambiar ese mismo día. Subió de nuevo a su habitación y decididamente se coloco perfume parisino, se maquillo y luego bajo al garaje. Con un empuje nuevo, tomo el volante y se dirigió al centro. Si ese día no conseguía al hombre de su vida, daría la misma por inútil.

Estaciono cerca de la entrada, una vez allí contemplo maravillada la altura de la biblioteca. Se pregunto cuántos libros podría llegar a leer en su vida, y reflexionando un poco no menos precio la cantidad que ya tenía en su haber. Reconociendo de igual forma que nunca leería ni la mitad de los libros que le gustaría leer, entro al elegante lobby de recepción. Devolvió los libros a la señora que la atendió en el lobby, y luego de escabullirse unos minutos a la sección de Biografías, se dirigió al tercer piso de la biblioteca para encontrar de nuevo su estantería favorita. Era el pasillo de literatura Rusa. Se sentó en el sofá otomano del centro del pasillo, tomo una antología de ensayos de Dostoievski, comenzó a leer Dos Suicidios sin no antes retocar su maquillaje y comprobar que su peinado estuviese en perfecto lugar. Eran las 10 am cuando un empleado de limpieza pasó por su lado sin fijarse en ella ni dos segundos. Aun sin desanimarse, Anabel Marian Pfeiffer continúo leyendo a los clásicos rusos mientras esperaba que su próximo amor de verano se adentrara entre los estantes soviéticos. Se imagino de todas las cosas de las que podrían hablar. Quizás el fuese ruso, o de padres rusos. Ella sabia un poco del idioma gracias a su abuela. Termino de leer el breve libro de ensayos y continúo sentada en la poltrona. Estiro la mano y encontró en ella a Anna Karenina, decidió releerse el capítulo final. Tolstoi se burla de la aristocracia y eso llena de júbilo a Anabel. A las cinco de la tarde, con algo de hambre y un poco confundía, se da cuenta que nadie llego a visitar la sección rusa, mucho menos ningún gentil caballero de letras que pudiese acompañarla en los maravillosos relatos de San Petersburgo o Moscú. Una asistente de biblioteca la acompaño desde su sofá hasta su automóvil, la pobre Anabel se sentía tan desilusionada como aburrida de una vida resumida en el silencio de su casa y la angustia del sonido de las paginas amarillentas de novelas que nadie a su alrededor leía y que ahora definitivamente ningún hombre compartiría con ella jamás. Al llegar, volvió a la cocina y sacando de la nevera el ultimo trozo de pastel de cumpleaños lo devoro sobre su bandeja, sentada viendo la luna naciente por sobre los tejados vecinos. Dejando reposar su tenedor de plata, el único de esa casa, sobre la bandeja, se contemplo en el brillo irregular de la misma, con rastros de merengue y migajas de ponqué. Sus ojos y largas pestañas podrían ser inmortales, pero su rostro cansado delataba algo más. Prófugo, su fiel sabueso de cinco años le recordó su última fiesta de cumpleaños en compañía de su hermana menor. Ella había muerto ese mismo año a causa de un cáncer de esófago, era de esperarse para su edad y estado de salud. Prófugo era un regalo de su hermana, quien la había ido a visitar una vez que se había mudado a los suburbios para leer y cuidar en paz de un cómodo jardín. Se levanto a limpiar la loza, recordó que nunca volvería a ser la misma muchacha y que el amor era una esperanza sin sentido.

Soplo de forma imaginaria las 76 velas que nunca cubrieron ese pastel de merengue blanco, hecho para comer sin compañía. Subiendo a su habitación, con la pesada piel colgándole desde los huesos, vio otra fotografía que había ignorado esa mañana. Un apuesto soldado de infantería Nazi sonreía junto a una rubia alemana con vestido esmeralda. Claro, en la fotografía lucia ocre, pero alguna vez había sido muy hermoso. Ese vestido lo había canjeado por libros, ya culminada la guerra, debido a que los últimos escaseaban y ella necesitaba dar clases para comer. Recordó casi con ternura que su único amante había muerto en algún lugar de Rusia, llevándose consigo su libro original de La Guerra y la Paz.

Suicida

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